viernes, 20 de abril de 2012

Fuego y Viento


Era de noche. Una noche sin estrellas.
-          ¿Qué clamas?
-          Venganza.
Aunque ella ya sabía la respuesta: me esperaba. Era la espera de una mujer que aguardaba la muerte.

Dos días antes.

-          Cualquiera diría que huyes de mí.
Noté que se acercaba. Era cuidadoso; pero, de alguna forma, estábamos conectados. Sonreí, sin dejar de mirar al horizonte.
-         ¿Acaso no tendría razones para ello? –Amplié mi sonrisa-. ¿Cómo me has encontrado?
Pasó sus brazos por mi cadera, girándome y uniendo nuestras miradas. También sonreía. Nos besamos.
-          No era muy difícil –susurró-. Te echaba de menos.
-          Y yo a ti –respondí en Thalassiano.
No hablábamos en común, tampoco en orco. Su nativo era el idioma de nuestra conversación, pero el mío era el Darnassiano. Permanecimos un rato en silencio, oteando el horizonte. Tel’thyros sabía que adoraba el atardecer sobre la Ensenada de Zoram. Me mordí el labio inferior.
-          Tel –dije-, tengo una misión.
No respondió al instante. También él estaba pensativo.
-          ¿Bromeas? A mí también me han encargado algo.
Su tono era significativo, y nos conocíamos bien.
-     No me va a gustar, ¿verdad? –Medio reí-. No te lo reprocho, la mía también trata asuntos… mercenarios.
Soltó una carcajada.
-          Son cosas por las que tenemos que pasar, Dalah. –Se puso serio- Ya lo sabíamos.
Asentí. No obstante, yo era Asdalah Brisaeterna, Guardiana de Cenarius y miembro del Círculo Cenarion; y él –aparte del más estrecho vínculo con mi corazón-, Tel’thyros Zildjia, brujo a las órdenes del Kirin Tor. Ambos comprendíamos que había secretos del otro que teníamos que respetar. Y no sólo eso: más allá de la intimidad, estábamos obligados a guardar las distancias. ¿Horda y Alianza? Todavía no era aceptado.
-          ¿Cuándo? –su voz suave me sacó de mis pensamientos.
-          Debería partir mañana por la mañana.
Me volví hacia él, me miraba.
-          Yo también –hizo una pausa-. Aún nos queda toda la noche para nosotros.
Reímos. Nos quedamos un rato más abrazados. Y luego, despacio, volvimos a nuestro hogar en Astranaar. Era una noche espléndida, llena de estrellas. Elune debía de estar sonriendo en lo alto, era presagio de una noche mágica.

Cuando desperté a la mañana siguiente, Tel ya no estaba allí. En su lugar, había un sabroso desayuno, una nota y un ramillete de flores silvestres que habíamos recogido el día anterior. Leí la nota:
“Prométeme que serás cuidadosa; no me gustaría perder mi corazón…
y lo he dejado contigo. Mismo sitio, tercer día al atardecer.”
Mi sonrisa debía de ser brillante. Aunque no me decía nada nuevo, era todo un detalle por su parte.
Al cabo de media hora, ya había desayunado y vestido con mi armadura y resto de equipo. Cogí mi macuto y salí de nuestro pequeño hogar –pequeño, pero acogedor, al estilo darnassiano. En la parte de atrás me esperaba Elora, mi sable de la luna presto, sobre la que cargué mi macuto. Se veía ansiosa por recorrer mundo.
-          No te preocupes, volveremos pronto –le aseguré.
Como respuesta, emitió un suave gruñido.
Aún no amanecía en Vallefresno, y para cuando empezó a despertar el sol ya recorríamos los caminos de Costa Oscura. Alcanzamos Auberdine a primera hora, nos esperaba un largo viaje marítimo rumbo a Ventormenta.

Anochecía cuando el capitán anunció la llegada al puerto de Ventormenta. No tenía tiempo que perder, así que cabalgamos hasta el Barrio de los Magos. En el Ermitaño Azul esperaba mi primer contacto, Theleas, un mago bonachón de tez morena y pelo negro. Dejé a Elora en el establo y entré.
Lo encontré junto a la barra, bebiendo y charlando con el posadero. La descripción encajaba: juerguista y despreocupado, joven humano. Me situé junto a él, pillándole por sorpresa.
-          ¡Mi señora! –exclamó, atragantándose con la bebida mientras se ponía en pie.
Le miré.
-          ¿Theleas?
-          Sí, señora –asintió con la cabeza, nervioso.
Quizás esperaba que añadiera algo, pero no pronuncié palabra. Sacudió la cabeza, se metió una mano al bolsillo y me entregó un paquetito. Lo cogí al instante y lo guardé en mi capa.
-          Ishnu-ala –incliné la cabeza. Reparé en el posadero-; que disfrutéis de la velada –añadí.
Para cuando respondieron, ya había salido. Le hice un gesto a Elora y ambas subimos la espiral de piedra que subía a la Torre de los Magos, donde se encontraba mi segundo contacto. Nos abrieron paso hasta el piso superior sin necesidad de ninguna pregunta. Larimaine Purdue, encargada del portal, me sonrió.
-          Le esperábamos, Asdalah.
Hizo una reverencia con la cabeza, la correspondí.
-          Ishnu-dal-dieb, Larimaine.
-          ¿Lista para acceder al cruce?
Se refería al cruce de dimensiones, la vía rápida de llegada a Dalaran. Un portal mágico –y restringido- que conectaba la ciudad-estado del Kirin Tor con la Torre de los Magos, foco del poder arcano de la ciudad de Ventormenta. Asentí con la cabeza, no era la primera vez que lo utilizaba.
Elora se removió, inquieta. Larimaine se volvió hacia el gran arco de piedra y empezó a recitar sus palabras. El velo que lo cubría hasta el suelo se movió sacudido por una pequeña brisa, y su superficie se tornó llena de brillantes: ya no era seda, sino pura energía arcana.
-          Buen viaje, Asdalah –deseó la maestra de portales.
-          Elune-adore, Larimaine.
Me adentré, junto con Elora, en el portal. Todo se volvió oscuro como el universo, y bajo mis pies sólo sentía un inmenso vacío. Daba la sensación de estar girando sobre ti mismo, pero para cuando la cabeza empezó a darme vueltas, divisé un montón de pequeñas luces moradas y azules: estábamos en Dalaran.
Tomamos el camino de la derecha, donde nos esperaba la Archimaga Cilindra. Intercambiamos respetuosos saludos y  sin más dilación volvimos a tomar un transporte mágico. Esta vez era un conductor, como un largo tubo, que unía la ciudad de los magos con una pequeña base que había cientos de metros bajo ella: el Confín Violeta.
Me fijé entonces en el cielo: se veían miles de estrellas, pero, contrariamente a la noche anterior, éstas no brillaban con la misma intensidad. ¿Querría Elune decirme algo? Me coloqué la capucha y mi rostro quedó en sombras, totalmente oculto bajo ella. Subí a lomos de Elora y nos pusimos a galope. Todavía nos quedaba camino hasta las Ruinas de Shandaral, al otro lado del Bosque Canto de Cristal, pasado el primer Gran Árbol blanco.
Llegamos hasta el río. Encontramos el camino de piedras para cruzarlo, y por allí lo atravesamos. Continuamos en nuestro camino sin muchos contratiempos. Me fascinaba aquel lugar: era un bosque ancestral. Estaba lleno de árboles mágicos, grandes árboles centenarios –guardianes- como los de Darnassus, fuegos fatuos, sátiros, dríades… Pero también era lugar de antiguas guerras, y las ruinas de la brillante población que allí había existido lo demostraban. Como elfa de la noche, podía sentir todo el dolor que mi pueblo había sufrido miles de años atrás. Y como druida, podía percibir los espíritus de los elfos desolados que todavía vagaban por aquel sitio, reacios a abandonar el lugar que les vio nacer, crecer, desarrollar su vida y, finalmente, morir.
Una hora después alcanzábamos el Gran Árbol, y eso significaba la entrada a las Ruinas de Shandaral. Elora aminoró la marcha y yo me apeé. Trepamos un poco por las gigantescas raíces, escalando la base del árbol, hasta que encontré un buen sitio donde pasar la noche. Cualquier otro temería aquel lugar, pero yo, una auténtica Guardiana de Cenarius, no. La gracia de Elune estaba de mi parte. Deposité mi macuto en una cavidad producida por una raíz, y calculé que Elora podría cobijarse en caso de necesidad. Me miró lánguidamente cuando comprendió que continuaría sin ella.
-          Si no vuelvo al amanecer, seguro que sabrás encontrarme. Estaré por allí –le indiqué un punto hacia el este-. Pero siempre vuelvo a por ti, ya lo sabes –sonreí.
Le acaricié la cabeza, que quedaba a la altura de la mía, y recorrí el camino inverso para bajar. Saqué entonces el paquetito de mi capa, envuelto en papel marrón y atado con cordel. Me llevó un rato, quien lo hubiera envuelto lo había hecho a conciencia. Era un amuleto, un abalorio. Y tenía un hermano gemelo. Era un objeto tenebroso, envuelto por un aura de sombras, que debía proteger al portador de ese tipo de magia. Me lo colgué al cuello. Lo sentía. Y, al mismo tiempo, me ahogaba. Me guiaría hasta el otro amuleto, el cual, por supuesto, tenía que conseguir. Y para ello tendría que matar a su portador, desde luego. Esas habían sido mis órdenes, en cuanto a lo demás, no hay preguntas: mata al demonio que lleva el amuleto gemelo, intentará engañarte, es un brujo, no caigas en su trampa; sobrevive y trae los dos amuletos de vuelta y, sobre todo, no dejes que él consiga el tuyo. Me aseguré la funda del bastón que llegaba atada a la espalda, bajo la capa, donde también guardaba un par de pociones y algo más. Extraje el bastón, de madera resistente como el roble, y coronado por seis runas en su parte superior. Brillaba con luz propia, y me ayudaba a canalizar todo la energía de la naturaleza. Anduve, silenciosa y atenta, siguiendo los impulsos del amuleto en mi pecho. El bosque era un eco silencioso de voces mudas y risueñas, grillos y luciérnagas.
El amuleto empezó a quemar. Era la señal. Me oculté tras una columna del derrumbado panteón, y divisé una sombra, como una figura encapuchada, en el extremo opuesto. Era mi demonio, sin duda. Lo que no sabía es que estaba completamente equivocada.
Escuché una grave retahíla de palabras desconocidas para mí, que aun así me resultaban familiares. Pagué caro ese pequeño momento de distracción, pues un oscuro abisario apareció de la nada, creando una oscura espiral bajo mis pies que me elevó en el aire y me hizo caer unos metros más cerca de mi oponente. Invoqué al viento mientras, ayudada por mi bastón, me ponía a pie; y lancé un ciclón que envolvió a mi oponente. “Mata al demonio”, me recordé. Éste me había alcanzado, interpuse el bastón entre nosotros, dando un golpe seco en el suelo que hizo desquebrajar la piedra y empujó al demonio hacia atrás. Escuché la risotada del brujo, envuelto en mi columna de aire, y vi con fastidio lo rápido que se deshacía de ella. Era un rival fuerte. Y preparado. Pero yo estaba en mi elemento: el bosque. Entoné un suave cántico pidiendo ayuda a los antárboles, pero me interrumpí al recibir un latigazo frío como el hielo y ardiente como el fuego que me atravesó el pecho. Interpuse mi bastón, de nuevo, entre el abisario, el brujo y yo, creando un escudo que me permitió terminar mi cántico para invocar las fuerzas de la naturaleza. Aparecieron ante mí tres antárboles y les señalé a mi oponente, el cual, mientras tanto, me estaba enviando una feroz bola de fuego. No grité. No era débil. Pero había comenzado a arder. Los antárboles entretendrían al brujo mientras yo me encargaba de su demonio, y así fue. Convoqué el poder arcano de la luna, que cayo con toda su fiereza sobre el abisario, haciéndolo explotar en una nube de energía oscura que, nuevamente, me impulsó en el aire y me hizo caer pesadamente contra el suelo. Mi oponente también se había librado de mis ayudas externas. Así pues, sólo quedábamos él y yo. Le envié una nube de insectos, a cambio empecé a sentir como pequeños látigos se extendían quemándome todo el cuerpo. Y de nuevo, comencé a arder, pero esta vez era una lluvia de meteoritos en llamas cayendo a mi alrededor. Corrí tras una columna, enviándole a su vez un fuerte huracán. A nuestro alrededor, llamas y viento. Subí la mirada al cielo, preparando mi último ataque: convoqué a las estrellas. Salí de mi escondite, quedando cara a cara contra el brujo. La ventisca era mayor, mi capucha cayó. La suya, también. Observé su ritual: sangre brotando de sus brazos, transformándose en energía roja que era absorbida por su rostro. El cielo se abrió, iluminando el panteón. Me horroricé.
-          ¡¡No!! ¡Corta la transfusión! –mis ojos como platos, me miró.
-          Es tarde –cayó, de rodillas, al verme: era Tel’thyros.
-          No puedo… detener… las estrellas… -empezaron a caer-. ¡¡¡No!!! –me lancé sobre él, protegiéndolo.
Llamas, sombras, viento, estrellas. Y luego, nada. Abrí los ojos.
-          ¡NO! No, por favor… Tel, respóndeme…
Estábamos largos, abrazados, en un vano intento de protegernos el uno al otro.
-          Dalah… Te…
-          No, por favor, Tel, te lo ruego, ¡no me dejes! –lloré.
Negó con la cabeza.
-          No ha sido cosa tuya… Estás a salvo, guardé tu alma… Te quiero, Dalah… siempre será así.
-          ¡No! ¡No, Tel, por favor! Por favor…
Rompí a llorar sobre su pecho. Y luego, silencio.

Abrí los ojos, despertada por unos lametazos. Era de día. Tardé en reaccionar. Esperaba que todo hubiera sido una pesadilla, pero no fue así. Pasé horas con la mirada perdida. Y, entonces, me puse en pie. Parecía autómata. Cargué el cuerpo inerte de Tel’thyros, monté yo también, y puse rumbo al Confín Violeta.
Nadie hizo preguntas. No era menester, ni apropiado. Llegamos a Dalaran a media noche. Y, sin cruzar palabra con nadie, me dirigí, sola, a la Ciudadela Violeta. Una vez allí, tomé la escalera que me llevaría hasta el Salón Púrpura. No había nadie, ella debía esperar mi visita. Me habría visto llegar. Salí al balcón y, efectivamente, allí estaba.
Era de noche. Una noche sin estrellas.
-          ¿Qué clamas? –preguntó.
-          Venganza.
Aunque ella ya sabía la respuesta.
-          Asdalah Brisaest…
-    No –la corté-, Baronesa Zildjia. Lo tenías planeado. ¿Cuánto odio puede llevar a una mujer a provocar el asesinato de su propio hermano?
Rió. Era una risa de maga malvada, sin ápice de cordura.
-          Has venido a matarme –apreció.
Asentí con la cabeza.
-          Pero no te daré el placer de librarte de tus cargos de conciencia. Sólo venía a despedirme de ti, así podrás comprobar el éxito de tu plan.
Y, ante su desconcierto, di un paso hacia atrás, dejándome caer desde lo alto del balcón hacia las calles de Dalaran. Pero algo me frenó en el aire, y me hizo aterrizar con suavidad, dejándome tumbada en el suelo.
-     ¡Mi señora! –Theleas, el joven mago, junto con algunos otros curiosos-. ¿Qué ha pasado?
Sonreí.
-          Aquí termina mi misión, joven Theleas. No puedo vivir con un vacío en mi corazón.
Con pesadez, me arranqué el amuleto del cuello y se lo entregué. Comprobé que traía a Elora… y el cadáver de Tel. Sonreí una vez más… y el mundo dejó de latir.
Me sentía viva, de pronto. Estaba en el mismo sitio, pero era diferente. Tel’thyros me sonreía y me tendía la mano, me ayudó a ponerme en pie. Nos miramos, sonrientes. Y así, juntos de la mano, nos dirigimos hacia la eterna luz blanca de nuestros corazones.


© Fuego y Viento, fanfic World of Warcraft en 2.500 palabras.

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