Llegó hasta él.
Toc, toc, toc. El traqueteo de sus tacones fue quien la anunció. Lo encontró reposando sobre un verde sillón aterciopelado, con una vaso de whisky en la mano.
- Teníamos un plan -le dijo.
El hombre hizo un par de giros de muñeca, removiendo el contenido de su vaso. Se acercó la bebida a los labios, sin apartar los ojos del vaso, y dio un sorbo. Mantuvo unos segundos el alcohol, saboreándolo. Tragó. Respiró tranquilamente.
- Lo sé -replicó con voz queda, pausada.
Por fin se digno a levantar la mirada hacia su interlocutora. La miró primero a los ojos, desafiante, como a él le gustaba hacer, como sólo él
sabía hacer. La tensa línea que era su boca se curvó por un lateral ligeramente hacia arriba cuando su mirada, con esos ojos insquisitores, recorrieron de arriba a abajo a la mujer, y luego vuelta a subir. Trazó la expresión de sus curvas, sus pechos, su cintura, sus caderas; paseó por la longitud de sus piernas, suaves, fuertes, seguras, montadas sobre esos tacones que parecían gritar
voy a comerme el mundo. Durante todo el proceso, se mantuvo fijo en una misma posición; y lo mismo ella, impasible, de pie ante él.
Nadie habló.
Se sentía decepcionada. Las cosas no habían marchado según lo previsto. Tenían un plan. Un plan cuidadosamente trazado. Una estrategia. Un negocio entre manos que no podía salir mal. Y, aun así, las cosas no eran de su agrado, no como esperaba, no como quería, no como debería haber sido.
- ¿Qué es lo que ha fallado? -dijo ella por fin. Tras una brevísima pausa, añadió:- ¿Por qué?
- ¿Qué es lo que te preocupa? -inquirió él al mismo tiempo que su interlocutora hablaba de nuevo.
La mujer apretó la mandíbula, intentando aplacar su desagrado. Lo llamaba desagrado, pero en el fondo -y temía que él también lo supiera- tomaba otro nombre: ira, enfado, desesperación, llanto, lujuria.
- Teníamos un plan -repitió al fin.
El hombre dio otro trago a su whisky, tal vez meditando su respuesta.
- Las cosas no siempre salen según se planean -replicó-, y ésta no supone la excepción.
- Pero...
- No -la cortó-; no. No soy yo el único que tiene que rendir cuentas.
- Pero sí con tuyas las cuentas que requiero. Las cuentas que importan. Que
me importan.
El hombre rió gravemente, en un amago de reír. Una risa irónica, pero con un toque más profundo: un
lo sé y sé que lo sabes y un
también me gustaría, pero no puedo.
- Ya veo -sentenció ella-. Tendré que volver otra vez.
Otra pausa. Otro trago de whisky.
- Confío en que lo harás. No puedo prometerte nada; nada más. Pero confío en que lo harás.
- No confíes demasiado. No quieras acabar en otro plan, otro plan trazado.
- Descuida -afirmó, acompañando con una gentil inclinación de cabeza.
Cogió su abrigo largo, negro, tipo gabardina, de la ostentosa silla al otro lado de la chimena. Desde el sillón, el hombre no le quitó ojo de encima. Se lo pusó despacio, cuidando los detalles, conocedora de la situación.
Su pequeño juego.
Cuando se hubo abrochado el último de los botones necesarios, volvió a activar el traqueteo de sus tacones. Y se fue.
Otro trago de whisky. Otro orgullo tragado. Miró su vaso casi vacío una vez más. Y la rabia lo inundó. Lo arrojo contra el suelo de madera, con fuerza, de manera violenta.
Crash, plim. El sonido del cristal al romperse relajó su rabia, cual fiera amansada por una delicada pieza de música. Respiró de manera más profunda. De pronto no quería estar allí, tampoco. Se levantó de golpe y se fue.
Otro orgullo tragado.