martes, 16 de octubre de 2012

La Luna

"Luna era y Luna se mantendría. Y como Luna, sonreiría."


El cielo callaba, una vez más. Todos los astros esperaban expectantes, casi en una pausa total. Era el nacimiento de una nueva estrella.

El Sol no reía, y la Luna no lloraba. Las estrellas aplaudían, titilantes, sonreían con emoción por la llegada de su nueva hermana. Los cometas contenían su respiración, de modo que se comieron sus propios fuegos artificiales.

¡Pum, pam, zas!

Y así vino ella: la Nueva.

Brillaba, brillaba como ninguna otra. Irradiaba luz en todo su esplendor. Cegaba a todo aquél que la miraba. O eso cantaban sus alabanzas.

Pero sus vecinas pronto empezaron a cuchichear. Que si mira, oye tú, lo que hace la Nueva; ahí donde la ves, el nuevo centro del universo. Era buena, sí, sin duda lo era. Pero, ¿tanto?

Hay quienes nacen con estrella, otros nacen estrellados.

Pero todas ellas eran estrellas. Todas brillaban, quien más, quien menos.

¿Todas?

No, todas no. La Luna miraba. Y, al fin y al cabo, sonreía. Era el espejo del alma. Era la flor de su vida, la plata que rompía el brote de su mononotía sobre el oscuro paisaje de puntos dorados silvestres.

La Nueva pisaba fuerte, creía ella. Como sol, atraía las miradas de todos los girasoles. Los suspiros irrumpían en el aire, los cumplidos llenaban la boca de antiguos falsos amigos, que ahora yacían en el olvido de su memoria y un obsoleto corazón.

La Nueva era la Nueva, pero al fin y al cabo, una estrella más.

Hay quienes nacen con estrella y una horda de seguidores. Hay quienes, sin más, que nacen.

Pero todas ellas eran estrellas. Todas brillaban. Excepto una: la vieja Luna.

No había envidias ni reparos, sino un halo de compasión. Comprensión. Tal vez añoranza. Una bocanada de aire solitario irrumpiendo una habitación. Un cielo sin cielo, un cielo sin sol. Una noche sin noche, una noche sin luna.

Luna.

Cierto era. ¿Soles? Brillaban, sí. Arrasaban a su paso. ¿Soles? Soles había muchos, se dijo. ¿Luna? No más que una. Sólo una. Única y solitaria, fría y sin corazón. Pero ella, al fin y al cabo.

Y aunque los demás no lo vieran, allí estaba ella: dando el porte, cada noche, cumpliendo con su obligación. Sin elogios ni alabanzas, ni suspiros de adulación.

Luna era y Luna se mantendría. Y como Luna, sonreiría.

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